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O.M-R – En un supermercado de un pueblo castellano mediano, esperando pacientemente nuestro turno para pagar en la caja, la única abierta a pesar de la concurrencia estival. Detrás, una familia jovial compuesta por una pareja, el tío, la abuela y un niño pequeño que apenas camina. De repente, escucho, ‘cuélate, pequeñín, eso, eso’, mientras veo como el pequeño avanza unos pasos ante la atenta mirada de nuestro hijo de tres años. Un gesto (el del padre) sin importancia aparente, pero que en mi cabeza se convierte en momentánea metáfora de nuestra España pícara…y, eventualmente, corrupta. Así se empieza, lúdicamente, con gracia incluso, a normalizar un comportamiento basado en buscar la ventaja propia a costa de los demás.

Recuerdo todavía con indignación cómo se colaban mis compañeros de universidad para tomar el autobús que nos llevaba desde Moncloa al campus de Somosaguas de la Complutense. No podía entender la pasividad con la que observábamos la desfachatez de los últimos en llegar que de repente eran los primeros de la cola. Hasta que comprendí la razón: nadie tenía autoridad moral suficiente para llamarle la atención a nadie porque todo el mundo se había colado alguna vez.

Esta solidaridad colectiva en el arte de la picaresca premia la irresponsabilidad y el cortoplacismo, pero también la ineficiencia. Al niño pequeño al que se le anima a colarse, se le está enseñando a pensar en su ventaja inmediata. Al mismo tiempo, se le priva de la capacidad de colocarse en el lugar del otro que, por fuerza, en otra ocasión será el de él mismo. Se le impide desarrollar la capacidad de ver las relaciones humanas y sociales en su conjunto; de entender que sus acciones no son fenómenos aislados, sino que tienen un efecto sobre las de los demás y, finalmente, sobre las suyas en el futuro.

Se habla del individualismo español, pero no hay nada más individualista que la máxima no le hagas al otro lo que no quisieras que te hiciera a ti o, dicho en positivo, haz por el otro lo que te gustaría hiciera por ti. Ese civismo nórdico que tanto admiramos en ocasiones se basa, precisamente, en la capacidad de los individuos de pensar más allá de sí mismos. No por una suerte de altruismo innato, sino por un sentido práctico y de la eficiencia: si todos nos saltamos la cola, acabamos tardando más que si esperamos nuestro turno.

La desconfianza permanente del otro, el pensar, ‘me la van a colar’, tiene un enorme coste social. También lo tiene ese premio tácito a la irresponsabilidad y el cortoplacismo, pues acaba desincentivando incluso a los que desearían ser cívicos y responsables. Y es muy difícil construir sociedades cohesionadas y funcionales sin individuos responsables. Hay quienes piensan que la picaresca es lo que nos hace interesantes y diferentes de esas aburridas sociedades nórdicas en las que todo funciona y casi todo es previsible. A estas personas les invito a que no vuelvan a quejarse nunca de la corrupción en nuestro país.

Olivia Muñoz-Rojas

Personas haciendo cola en una ciudad sueca. Foto: Jan Holmlund/Pressens bild. (Wikimedia Commons)

Personas haciendo cola en una ciudad sueca. Foto: Jan Holmlund/Pressens bild. (Wikimedia Commons)

 

4 pensamientos en “‘¡Cuélate!’

  1. No sé expresar con pocas palabras el acierto de su comentario, del que participo totalmente. Son múltiples las ocasiones en que he podido verificar conductas como las que describe, conductas que son reflejo de esa falta de empatía característica en nuestra sociedad. Una educación alternativa no nos vendría nada mal.

  2. Y lo de Boliden en Aznalcollar, es decir, ahí os quedáis con los lodos tóxicos, que nosotros (Boliden) nos vamos pa casa (Suecia), eso, ¿es civismo nórdico también?

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