OPINANTAS / L. Quintanar – Recientemente tuve la oportunidad de editar una publicación de difusión académica acerca del valor de los exámenes estandarizados, una de las herramientas más poderosas de que disponen los sistemas educativos. La labor me resultó fascinante y, como siempre, pude aprender mucho a través del valioso trabajo de otros colegas y me sirvió para tener más claridad sobre muchas de las preguntas que aún se deben responder en esta importante área de la política educativa.
En principio, las autoridades ponen en práctica los exámenes estandarizados para evaluar el conocimiento obtenido por todos los estudiantes de un nivel específico o para permitirles ingresar a otro nivel. Pero no hay que perder de vista que los sistemas de evaluación educativa, y particularmente este tipo de exámenes, tienen un efecto considerable sobre otras partes del sistema, tales como el currículo, las prácticas de enseñanza, el financiamiento e incluso las formas en las que se distribuyen responsabilidades dentro del sistema educativo.
Si las prácticas de evaluación educativa no están debidamente alineadas con estas otras áreas (currículo, prácticas de enseñanza, financiamiento y gobernanza), sus efectos pueden ser negativos. En ese sentido, a lo largo de los años, he podido observar cómo ambiciosas reformas educativas concentradas en currículos innovadores y centrados en el aprendizaje de los estudiantes resultan difícilmente implementables sobre el terreno debido a que los exámenes no responden a las ambiciones de las reformas. En años recientes, por ejemplo, muchas reformas curriculares están poniendo el énfasis en el aprendizaje de habilidades socioemocionales y, sin embargo, los exámenes no se han adaptado en consecuencia.
Pero hay más, muchas de las voces críticas respecto de este tipo de exámenes señalan que la información que proveen los exámenes estandarizados es un predictor frecuentemente mediocre del verdadero aprendizaje y desempeño de los estudiantes en el aula y que, por el contrario, sólo elevan los niveles de ansiedad de toda la comunidad educativa (estudiantes, maestros y padres). Sostienen los críticos, que, en el mejor de los casos, se limitan a ofrecer información sobre el desempeño de los estudiantes en un punto concreto en el tiempo (es lo que postulan, por ejemplo, Dominic Kelly y Petri Partanen en sus trabajos).

Nasjonalbiblioteket, Biblioteca Nacional de Noruega. (Wikimedia Commons)
Por otro lado, aquéllos que defienden este tipo de exámenes argumentan que, con todas sus imperfecciones, siguen siendo la única forma de tener alguna información sobre el desempeño del conjunto de los estudiantes en el seno de un sistema educativo . También argumentan que, bien ejecutados, los sistemas de evaluación son una herramienta que puede ofrecer transparencia y objetividad a los sistemas de rendición de cuentas del sistema educativo. Adicionalmente, mucho se ha argumentado acerca del valor de los resultados ofrecidos por estos exámenes para estimar el impacto macroeconomico del desempeño educativo (como lo refleja el trabajo de Eric Hanushek y Ludger Woessman), aunque otros autores también disputan dicha utilidad, al menos, a través de las metodologías utilizadas recientemente (como lo hace el trabajo de Hikaru Komatsu y Jeremy Rappleye).
Como suele ocurrir en casi cualquier ámbito de las políticas públicas, los efectos negativos de los exámenes estandardizados suelen afectar desproporcionadamente a los estudiantes más vulnerables y con menos recursos. En ese sentido, resulta claro que se tiene que seguir trabajando para convertir los exámenes estandarizados en una herramienta de enseñanza y aprendizaje más eficaz, especialmente para aquellos alumnos que más dificultades encuentran en los centros escolares. Para ello, la preparación de los docentes y la participación de los padres es esencial. En mi opinión, no debe abandonarse la idea de que cualquier política educativa debe tener siempre dos objetivos centrales y mutuamente relacionados: primero, mejorar el aprendizaje de todos los estudiantes más allá de sus condiciones socioeconómicas y socioemocionales (es decir, cerrar la brecha de la desigualdad educativa en todos sus aspectos) y, segundo, realizar esta labor sin menoscabo del bienestar de los estudiantes y maestros en el aula. En suma, más allá de los aspectos meramente técnicos de los exámenes, éstos siempre tienen que concebirse como una herramienta del sistema educativo que sirva para garantizar los principios de equidad entre estudiantes y el bienestar de todos los miembros de la comunidad educativa.
Luisa Quintanar
Economista y socióloga