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OPINANTAS / A. Fernández – Los discursos que legitiman la ayuda al desarrollo como actividad, a pesar de ser una política pública, están impregnados de un cierto carácter apolítico: el profesional del desarrollo es visto como alguien que desempeña su labor a través del despliegue de habilidades puramente técnicas; las ONG, que constituyen actores cruciales en la ejecución de acciones de desarrollo, basan su identidad en su carácter no político (no gubernamental) y neutral –aunque se financien en gran medida con fondos públicos-. Los recientes grandes hitos en la agenda global del desarrollo, tales como los Objetivos de Desarrollo del Milenio y la Declaración de París presentan una aproximación altamente aséptica desde el punto de vista político, donde las cuestiones relacionadas con la configuración del poder político en los países donantes y receptores quedan fuera de la reflexión y de la agenda. Y, sin embargo, esta visión tecnócrata del desarrollo coexiste de manera un tanto contradictoria con difusas declaraciones aquí y allá de que la voluntad política y la buena gobernanza son condiciones necesarias para un desarrollo sostenible.

Lo que subyace a esta contradicción es que el desarrollo es, en sí mismo, un proyecto político, y que, por tanto, la ayuda al desarrollo constituye inevitablemente una intromisión del que ayuda en la convivencia colectiva del ayudado. El desarrollo describe un cambio de la sociedad hacia un mejor statu quo de sus miembros, que implica redistribución de recursos, cambios en las relaciones de poder, y, por tanto, una negociación implícita con los que lo ostentan. La tarea de posicionar la política dentro del desarrollo de manera certera, reconociendo esta realidad, es necesaria para diseñar buenas políticas de desarrollo.

La asepsia política del desarrollo tiene sus origines históricos y sus motivaciones estratégicas. La primera política contemporánea de desarrollo fue el Plan Marshall, promovido por Estados Unidos como medio para garantizar el crecimiento económico y la estabilidad en Europa y con el fin último de contener el comunismo. El Plan Marshall fue pues, en esencia, una política de seguridad.

Esta securitización de la ayuda[1] continuó durante la Guerra Fría: regímenes autoritarios y corruptos fueron apoyados por el bloque occidental a cambio de su alineamiento en la lucha contra el comunismo, independientemente del grado de respeto por dichos regímenes de los derechos humanos y los principios democráticos. Todo ello condujo a la consolidación de unas élites dominantes en los estados receptores cuya rendición de cuentas se dirigía más al bloque occidental que a sus propios ciudadanos.

Las políticas de seguridad e intereses de los dos grandes bloques durante la Guerra Fría explican asimismo por qué las discusiones sobre el modelo político idóneo para alcanzar mayores niveles de prosperidad en los países recién descolonizados estaban mutiladas desde la trastienda: desarrollo significaba capitalismo o comunismo según el promotor, y, para todos, desarrollo económico. Así, la ayuda al desarrollo se limitaba normalmente a apoyar grandes proyectos productivos y de infraestructuras, sin cuestionar el modo de gobierno en los países receptores.

Dado que la lucha entre bloques condicionaba tanto las políticas de desarrollo durante la Guerra Fría, el fin de la misma provocó cambios relevantes. Después de 1991 y en un mundo inicialmente unipolar, los donantes cambiaron su foco de interés hacia acciones que facilitasen el buen funcionamiento del capitalismo triunfante a lo largo y ancho del globo, con el fin de obtener  un mayor grado de prosperidad en sus propios países. Y este buen funcionamiento incluía el ordenamiento interno de los estados.

Así, en los años 90, irrumpe con fuerza el concepto de “buena gobernanza” -“good governance”-, como parte integral del nuevo paradigma, que pretende describir los factores político-institucionales facilitadores de la prosperidad económica. En unos años, el término se vuelve omnipresente en los documentos de política y en las acciones de desarrollo. En 1997 el Banco Mundial introdujo su prestigioso Informe Mundial de Desarrollo (World Development Report) como sigue: “Este informe muestra que el factor detrás de estos diferentes desarrollos es la efectividad del estado”.

Pudiera parecer que este enfoque hace justicia a la visión del desarrollo como un proyecto político. Sin embargo, las acciones inspiradas por el mismo se han dirigido principalmente a trasplantar los exitosos sistemas institucionales del Norte a los fallidos estados del Sur. Por tanto, la buena gobernanza, en la práctica, continúa siendo un proyecto esencialmente tecnocrático; o, dicho de otro modo, importa sistemáticamente diseños institucionales de inspiración occidental sin tomar en cuenta la particular constelación de poder en que éstos habrán de ser implantados para ser eficaces.

Las consecuencias indeseables de este enfoque son visibles, muy especialmente en África Subsahariana: por ejemplo, Malí era considerado un modelo de democracia y estabilidad en África Occidental antes de 2011, ya que presentaba un entorno institucional similar al de los países occidentales, sobre todo en lo que respecta a la sucesión en el poder vía elecciones. Sin embargo, cuando en marzo de 2012 el capitán Sanogo da un golpe de estado como reacción a la debacle militar del ejército maliense en la Guerra del Norte, y atribuye públicamente la responsabilidad de esta situación al régimen corrupto del presidente Amadou Toumani Touré, la mayoría de la población acoge positivamente este discurso de regeneración política. Sin ánimo de defender aquí un acto anti-constitucional, hay que reconocer que la guerra de 2012 en Malí puso al descubierto lo que escondía la carcasa formal de un estado aparentemente consolidado y democrático: un conjunto de elites corruptas acaparadoras del poder político y económico; un direccionamiento de los recursos públicos al mantenimiento de estas élites en el poder –por ejemplo, la incapacidad y falta de preparación del ejército maliense de vencer a los grupos armados en el Norte contrastaba con la alta profesionalización de la guardia presidencial-; un alto grado de corrupción en todos los niveles del gobierno; y un presidente que permitía a actores armados afiliados a Al Qaeda permanecer en territorio maliense a cambio de no atentar en el mismo.

La discusión de la agenda post-2015 incluye un capítulo de buena gobernanza. Está por ver si esta nueva agenda apunta a un cambio de tendencia en la manera de presentar la imbricación de política y desarrollo. Sin embargo, merece la pena resaltar que la llamada Guerra Global contra el Terrorismo está propiciando el retorno de algunas de las dinámicas de la Guerra Fría que subordinan toda acción internacional, incluidas las políticas de desarrollo, a la agenda de seguridad, lo cual no es demasiado halagüeño. Los ejemplos de Egipto y Malí donde encontramos constelaciones de poder muy parecidas a las que había antes de las recientes rebeliones y revoluciones son ejemplos palmarios de ello.

[1] Securitización ha sido adaptado del término anglosajón « securitisation »  que significa la clasificación en la arena pública de un cierto asunto como relevante para la supervivencia de un colectivo humano (McDonald, 2008: 566)

Alicia Fernández López

Un pensamiento en “La falsa asepsia política del desarrollo y sus consecuencias. Reflexiones de cara a la agenda post-2015

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