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*O.M-R. – “No existe documento de cultura que no sea a la vez documento de barbarie”, escribió Walter Benjamin en 1940. Pensemos en hitos civilizatorios como las pirámides de Egipto o las catedrales de Hispanoamérica y las condiciones de explotación y opresión en que estos edificios fueron levantados para ilustrar la paradoja de Benjamin. Numerosos países democráticos debaten y legislan en la actualidad sobre la presencia de legados del pasado más o menos reciente asociados con regímenes represivos, antidemocráticos y/o racistas en sus pueblos y ciudades. Desde los Estados Unidos, cuyos antiguos Estados confederados enfrentan la presencia de monumentos de la guerra de Secesión percibidos como ensalzadores de la supremacía blanca; hasta los países del ex bloque soviético que lidian con edificios y monumentos construidos por y para un régimen invasor y totalitario; pasando por el nuestro que afronta símbolos y monumentos construidos por la dictadura franquista. En las últimas décadas, la progresiva institucionalización del concepto de memoria colectiva, también el de trauma, originados inicialmente en el mundo académico, ha llevado a muchas sociedades a reflexionar con más atención sobre qué hacer con estos legados incómodos.

La pregunta que subyace es, ¿cómo conjugar la necesidad de las generaciones futuras de conocer su pasado, incluso el más oscuro, con el respeto a las necesidades de las generaciones presentes para quienes la incomodidad no tiene fecha de caducidad? ¿Demoliéndolos? ¿Reutilizándolos? ¿Dejándolos a la merced del tiempo y el deterioro natural? ¿Convirtiéndolos en museos?

Desde el final de la segunda guerra mundial ha habido oportunidad de ensayar algunas de estas respuestas. En Alemania, ejemplo paradigmático, las fuerzas aliadas demolieron numerosas edificaciones construidas por los nazis en la inmediata posguerra, muchas de ellas ya en ruinas por los bombardeos. Pero otras se preservaron como el estadio olímpico de Berlín y lo que fue el Ministerio del Aire, hoy sede del Ministerio Federal de Finanzas alemán, construido ex profeso por el régimen nazi y desde donde se coordinaron las letales operaciones de la Luftwaffe. También se trató de demoler el emblemático Templo de Honor que Hitler mandó construir sobre la céntrica Königsplatz de Múnich en honor a los caídos en el fallido golpe de 1923. No se logró dinamitar las bases del templo y pasaron décadas de debates sin que se llegara a un acuerdo entre los que abogaban por su eliminación total, deseosos de pasar página; aquellos que deseaban construir sobre ellas y los que defendían conservarlas, junto a otros vestigios nazis adyacentes, como denuncia de este oscuro capítulo de la ciudad. Mientras tanto, la naturaleza invadía las ruinas, ocultándolas de la vista. Con motivo de la inauguración del aledaño Centro de Documentación del Nacional-Socialismo (NS-Dokumentationszentrum München) en 2015, se eliminó finalmente la vegetación de una de las bases para volver a mostrarla al público.

Lejos de ser el modelo de respuesta uniforme y contundente a la presencia de vestigios antidemocráticos que suele pensarse, el caso alemán (y ello sin haber considerado el legado comunista) ejemplifica la complejidad que esconden las decisiones sobre la presencia física, presente y futura, de nuestros pasados más execrables. Hace unos años, la historiadora alemana Gabi Dolff-Bonekämper acuñaba el concepto de Streitwert o valor de discordia de los monumentos, añadiendo con ello un tercer valor a los dos fundamentales, el histórico y de antigüedad, que el historiador del arte Aloïs Riegl les atribuye en su clásico trabajo El culto moderno a los monumentos (1903). El valor de discordia entiende el conflicto en torno a la conservación o no de determinadas estructuras como un valor en sí, partiendo de que, en democracia, la deliberación, el desacuerdo e incluso la postergación de la toma de decisión son parte del proceso político. Este proceso permite a la opinión pública posicionarse una y otra vez y, con ello, no olvidar el pasado, pese a la incomodidad que pueda generar.

Monumento a los Caídos del bando rebelde en la Guerra Civil Española, Ocaña (Toledo). Zarateman (Wikimedia Commons)

Monumento a los Caídos del bando ncaional en la Guerra Civil Española, Ocaña (Toledo). Zarateman (Wikimedia Commons)

En nuestro país la cuestión de los símbolos, monumentos y otras edificaciones erigidas por el régimen franquista no se abordó formalmente hasta la aprobación de la llamada Ley de Memoria Histórica en 2007. Sus artículos 15 a 17 prevén la retirada de “escudos, insignias, placas y otros objetos o menciones conmemorativas de exaltación, personal o colectiva, de la sublevación militar, de la Guerra Civil y de la represión de la dictadura (…) salvo que concurran razones artísticas, arquitectónicas o artístico-religiosas protegidas por la ley”; normalizna la situación jurídica del Valle de los Caídos; y comprometen al Gobierno a elaborar un censo de edificaciones y obras realizadas por trabajadores forzosos.

Al ser una ley que no apoyaron todas las fuerzas políticas, no debe sorprendernos que los avances en su implementación sean muy irregulares, y que, hasta la fecha, en el ámbito que nos ocupa, siga sin elaborarse un catálogo oficial de simbología franquista que evite situaciones conflictivas como las vividas recientemente en Madrid a la hora de aplicar el artículo 15, no se haya tomado en cuenta el Informe de la Comisión de Expertos sobre el Futuro del Valle de los Caídos entregado en 2011 o siga sin prepararse un censo de obras realizadas por prisioneros políticos y de guerra. Quizá el mayor valor de los artículos 15 a 17 es la discordia que suscitan. Obligan a la sociedad española a no dejar de preguntarse y posicionarse sobre su pasado dictatorial cada vez menos reciente, a conocerlo mejor (véanse, por ejemplo, las discusiones sobre si tal o cual artista era franquista y debe retirarse del callejero), y a encontrar soluciones más críticas y originales a la presencia de simbología franquista que las planteadas inicialmente en dichos artículos. Es probable que Walter Benjamin, nada sospechoso de querer favorecer a los vencedores, pero amante de los palimpsestos, hubiera visto con mejores ojos iniciativas como la tomada en el cementerio de Torrero (Zaragoza), donde conviven, entre otros, una enorme cruz a los caídos del bando nacional con una espiral de placas metálicas con los 3.543 nombres de los republicanos allí fusilados, ambos parte de una ruta de la memoria; o la del municipio gallego de Amoeiro que ha colocado placas sobre la simbología franquista del lugar (por ejemplo, en las fuentes de piedra con el yugo y las flechas) explicando/denunciando su procedencia. Es más, como parte del afán genuino por rescatar del olvido a los vencidos, Benjamin hubiera clamado por visibilizar todo ese trabajo esclavo del franquismo que ocultan muchos edificios y grandes infraestructuras de nuestro país. Desde un espíritu crítico –ya sea con placas conmemorativas, proyectos documentales, artísticos o museísticos– parece más deseable concentrarse en sumar la memoria de los vencidos a la de los vencedores que aspirar a sustituir una por la otra.

Olivia Muñoz-Rojas

*Este artículo se publicó originalmente en la sección de opinión de El País el 12 de abril de 2016.

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