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*O.M-R – Se critica cada vez más el papel supuestamente pernicioso de las redes sociales en las crisis políticas – actualmente, el conflicto catalán – alegando que sirven a intereses ilegítimos que no buscan sino fomentar el odio y destrozar la convivencia. Al mismo tiempo, a nadie se le escapa que es a través de estas mismas redes que los ciudadanos exponen y denuncian todo tipo de injusticias, a veces de manera masiva e imparable, como sucede ahora mismo con las denuncias de acoso sexual por parte de innumerables mujeres, algunas de ellas conocidas, otras menos, a partir del historial de acoso del productor de cine Harvey Weinstein. Las redes sociales per se no son buenas ni malas. Son un instrumento que, como otras tecnologías, puede utilizarse de múltiples maneras y por variados actores. ¿Ha cambiado nuestra forma de verlas? ¿Es posible distinguir entre situaciones en las que ejercen un papel positivo y otras en que hacen lo contrario? ¿Cuál es el criterio para realizar esta distinción?

Un hombre sostiene una pancarta con el texto «Facebook, #jan25, The Egyptian Social Network» durante las protestas de 2011 en Egipto. Autor: Essam Sharaf (Wikimedia Commons)

En 2011, la mayor parte de analistas de las llamadas primaveras árabes no dudó en alabar las virtudes de unas redes – Facebook, Twitter – que habrían permitido generar una masa crítica de ciudadanos que, hartos de los abusos de unos regímenes autoritarios y corruptos, intercambiaron información virtualmente, primero; y, acto seguido, se organizaron para tomar las plazas y reclamar democracia y libertades. En la vanguardia de estos movimientos estuvieron blogueros y ciberactivistas como Khaled Said (golpeado hasta la muerte por la policía egipcia) o Wael Ghoenim (también detenido). La libertad de expresión, elemento clave para las primaveras árabes y condición sine qua non para la democracia, acercaba a aquéllas a la corriente, entonces en auge, de WikiLeaks. En aquel momento, WikiLeaks, e incluso su líder, Julian Assange, generaban simpatía en una parte importante de la ciudadanía y los medios que veían en su labor de filtración de documentación clasificada la oportunidad de desenmascarar los excesos de diferentes poderes políticos y financieros sospechosos de operar al margen del bien común. A las primaveras árabes, y como reacción a la Gran Recesión, siguieron los movimientos de indignados y de Occupy en diferentes puntos del globo, en los que las redes jugaron igualmente un papel fundamental.

Un lustro después, la visión del ciberactivisimo y del potencial emancipador de las redes ha cambiado sustancialmente. A partir de la victoria del Brexit en el Reino Unido y de Trump en EEUU, va calando la idea de que las redes sirven, sobre todo, para propagar hechos alternativos y alimentar relatos falsos con el objetivo de socavar la democracia. Dicho gráficamente, pareciera que los hackers y los blogueros entregados a revelar la verdad hubieran mutado en trols y ciberacosadores dedicados a ocultarla. En el nuevo paradigma de la posverdad, a priori, cualquier información es susceptible de ser tachada de falsa y cualquier opinión de falsear la realidad por parte de aquellos que no la comparten. La información y la opinión que se imponen son aquellas que más circulan, lo cual favorece, por un lado, a quienes tienen las habilidades técnicas para ampliar y multiplicar ilimitadamente su presencia digital y, por otro, a quienes tienen los recursos financieros para contratar a los primeros.

Según un reciente trabajo de la Universidad de Oxford, la mayor parte de gobiernos, tanto autoritarios como democráticos, “emplea un número significativo de personas y recursos para gestionar y manipular a la opinión pública en línea, a veces dirigiéndose al público interno y otras veces al público exterior”. Dicha manipulación, sostiene el documento, “ha pasado de ejercerse por unidades militares que experimentan con la manipulación de la opinión a través de las redes sociales a hacerse por empresas de comunicación estratégica que toman contratos de los gobiernos”.

En esta guerra virtual por el relato –  por definir qué es justo y qué no – que se juega en las redes al interior de los países, pero también internacionalmente, al ciudadano, parece, sólo le cabe practicar un escepticismo sistemático. Éste se traduce en preguntarse siempre quién dice qué y por qué. También en desconfiar, especialmente, de los relatos maniqueos carentes de matices, los que se repiten con las mismas palabras una y otra vez, los que no aportan datos concretos u omiten las fuentes de estos datos. Se traduce, finalmente, en contrastar el mayor número de fuentes posible. La paradoja de la era digital es que, si bien la manipulación de la información es, aparentemente, más sofisticada, el ciudadano dispone, en principio, de más herramientas para contrastarla. Otra cosa es que todos los ciudadanos estén dispuestos a dedicarle a esta labor de esclarecimiento el tiempo y la energía que, sin duda, exigen. En ese caso, para posicionarse sobre qué es justo y qué no, sólo queda la intuición – nuestra corazonada junto con nuestra experiencia – a sabiendas de que se nos puede estar engañando.

*Este artículo, en una versión algo más breve, se publicó originalmente en la sección de Opinión de El País el 24 de noviembre de 2017.

Un pensamiento en “El relato de las redes

  1. Muchas gracias, Olivia, como siempre, un excelente texto para la reflexión. Desde mi perspectiva, resulta al menos curioso el insistente cuestionamiento que están haciendo muchos medios de comunicación tradicionales acerca de la veracidad de la información vertida en las redes sociales en tiempos recientes. Digo que es cuando menos curioso porque hasta hace no mucho tiempo, como bien mencionas, las redes sociales eran precisamente ensalzadas por estos mismos medios como fuente de libre expresión y remedios efectivas contra la censura. A primera vista, tengo la impresión de que estos ataques – y lo digo en términos generales porque desde luego no pienso que todo lo que se produzca en las redes sociales sea verídico – parecen explicarse en buena medida como una ofensiva de marketing de mercado contra aquellos medios alternativos que están ganando espacio a los tradicionales. Es decir, se trata de recuperar audiencia a través de desprestigiar a la competencia. De ser cierto esto ¿no tendrían los medios tradicionales que hacerse una reflexión seria y profunda sobre las razones que han llevado al ciudadano común a informarse por otros medios? ¿No sería más sensato para los medios competir con las redes sociales a través de mejorar la calidad y veracidad de sus contenidos en lugar de emprender una guerra de desprestigio contra ellas?

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