
La Mona Lisa, detalle. (Wikimedia Commons)
*O.M-R. – La revolución de las mujeres, dentro de la cual se enmarca el movimiento #MeToo, es también una revolución de la mirada. Implica ponerse unas gafas nuevas y mirar el mundo, incluido el arte, de otra manera. Muchos son los que se han escandalizado de que el Museo de Manchester retirara temporalmente la obra ‘Hilas y las ninfas’ de John William Waterhouse de su colección permanente. Algunos consideran que implica censurar el pasado, otros alegan que se trata de un gesto publicitario que banaliza el movimiento #MeToo. De acuerdo con la directora del museo, el objetivo de la retirada temporal era abrir una conversación sobre cómo se presentan e interpretan las obras de arte en los museos. Desde luego, si el fin era abrir una conversación, el museo lo ha conseguido. También existe una controvertida petición para retirar la obra ‘Teresa soñando’ del artista franco-polaco Balthus – a priori, de manera permanente – del Metropolitan Museum de Nueva York. La petición plantea que la obra es una incitación a la pedofilia, dada la postura marcadamente erotizada de la joven pre-adolescente representada en el cuadro.
Las revoluciones siempre producen excesos, si no, no serían revoluciones. En el caso de la revolución de las mujeres, nos hallamos en un momento de gran efervescencia en el que cada vez más mujeres (y algunos hombres) expresan y visibilizan la ira y la indignación acumuladas durante generaciones ante el abuso sistemático de poder por parte de muchos varones, frecuentemente en el plano sexual; incluso, tras la supuesta liberación e incorporación femenina al mundo laboral y público hace ya más de medio siglo. Lo hacen a través de enunciados y actos que para una parte de la sociedad pueden parecer excesivos. Pero son precisamente estos ‘excesos’ los que llaman la atención y obligan a la sociedad en su conjunto a cuestionarse realidades que antes veía normales. La vanguardia de la revolución feminista nos presta unas gafas nuevas con las que mirar el mundo y ver, aunque sea por un momento, cosas que antes no veíamos.
Hoy nos parece aceptable que se censure, por ejemplo, una campaña publicitaria con menores semi-desnudas o en posturas de connotación sexual. Desde esta perspectiva, es legítimo preguntarse, ¿por qué se iba a ser más tolerante con el arte que se expone públicamente en los museos? Se podría argumentar que ni la intención (seducir y vender) ni el impacto de la publicidad son comparables a los del arte, especialmente aquel que se halla recluido en los museos. Pero, ¿justifica ello que no hagamos nada respecto de obras como la de Waterhouse o Balthus? Tras el revuelo ocasionado por la iniciativa del Museo de Manchester es probable que no las veamos de la misma manera y que nos resulte difícil plantarnos frente a ellas en compañía de nuestra hija, sobrina o nieta como si nada. Ahora bien, ¿quiere esto decir que hay que retirarlas de los museos de manera permanente? Probablemente, no. La censura y la iconoclasia son difíciles de defender en sociedades abiertas y plurales. Quizá la mejor respuesta ante una expresión artística de connotaciones que la sociedad en un determinado momento considera inaceptables es contextualizarla críticamente. La obra permanece, pero su interpretación se enriquece y sirve, en este caso, para cuestionar el predominio de una determinada mirada que tiende a sexualizar a las mujeres y las niñas. Una mirada que tiene, y ha tenido, consecuencias sociales indeseables; que genera, y ha generado, sufrimiento.
Las revoluciones siempre producen una reacción social. Si nadie reaccionara a sus supuestos excesos, querría decir que no está logrando aquello que toda revolución pretende: remover los cimientos de la sociedad. En este caso, removerlos con el fin de reconstruir un paradigma social, político y cultural basado en la igualdad de género en un sentido más profundo. Esto implica, entre otras cosas, abrir múltiples conversaciones sobre lo que significa ser mujer y ser hombre en tanto sujetos sexuados y objeto de nuestras respectivas miradas. Conversaciones complejas, a menudo, incómodas, incluso punzantes. En este sentido, las reacciones críticas a iniciativas como la del Museo de Manchester – por no decir las que se producen en reacción al propio movimiento #MeToo – incluso las más viscerales, forman parte del proceso de cambio y deben ser bienvenidas. Al mismo tiempo, el objetivo de la revolución de las mujeres debería ser ir afinando el debate – ir graduando esas gafas que nos presta el feminismo para mirar el mundo – sin dejarse aplastar, en ningún caso y nuevamente, por la fuerza y la virulencia de las reacciones que suscita.
Olivia Muñoz-Rojas
*Este artículo se publicó originalmente en la sección de Opinión de El País el 17 de febrero de 2018.