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*O. M.-R. – [Cuando se publicó este artículo hace ahora dos semanas, hubo numerosas reacciones a él. No era algo inesperado y sucede cuando se habla de ciencia desde una perspectiva crítica, especialmente si además se alude a la pandemia o al cambio climático. Así, hubo aquellos lectores que interpretaron el texto como una negación del valor de la ciencia, incluso del cambio climático. A otros les pareció que se quedaba corto en la crítica. También hubo aquellos que lo entendieron en el sentido que, como auotra, quise darle: una llamada de atención sobre los excesos que se pueden cometer en nombre de la ciencia si ésta no se somete a mecanismos de control democrático; junto con la importancia de un discurso científico público más flexible y dialogante, especialmente, en temas acuciantes como el cambio climático (y hasta hace poco, la pandemia). Que un texto genere debate es, en principio, algo saludable y, como autora, sirve para aclarar y corregir aspectos que se prestan a malentendidos. En este sentido, me gustaría subrayar que de ninguna manera el texto cuestiona el trabajo del IPCC, sino que, apoyado en el análisis de otro autor, plantea que las tres metáforas científicas que más han trascendido de su trabajo – el umbral de temperatura, el presupuesto de carbono y la fecha límite climática – contribuyen potencialmente a generar una «mentalidad de la escasez» que no es necesariamente la más constructiva para actuar frente al problema. Más que reflexionar sobre qué comunican los científicos, esta parte de la reflexión atañe a cómo lo hacen y el modo en que la sociedad procesa la información científica.]

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En su primer consejo de ministros tras las vacaciones estivales, el presidente francés Emmanuel Macron evocaba un cambio histórico, esencialmente ‘el fin de la abundancia’. Sus mediatizadas declaraciones no serían una ocurrencia aislada, sino la expresión de un discurso más amplio que poco a poco se afianza en la sociedad. Más allá de que, como le recordaron algunos líderes de la oposición, hace tiempo que amplios sectores de la sociedad francesa –y, huelga decir, de muchas otras sociedades– no conocen la abundancia material; la fórmula refleja la progresiva institucionalización de una moral pública del sacrifico, vestida de solidaridad, y auspiciada por el modo en que los gobiernos han gestionado la pandemia y cómo, en el caso de los europeos, están gestionando la crisis energética. En términos estrictamente discursivos, si durante la pandemia, se conminó a los ciudadanos a renunciar a su vida en sociedad para salvar vidas, ahora se les exige renunciar a una parte de su calidad de vida –ajustando la temperatura de sus hogares y realizando menos desplazamientos motorizados– para salvar a Ucrania de la invasión rusa e, implícitamente, en una fortuita confluencia de razones geopolíticas y ecológicas, adaptarse a la escasez de recursos que, en cualquier caso, impondrá la transición energética.

En la construcción de esta nueva mentalidad de la escasez y el sacrificio jugaría un papel clave una parte de la comunidad científica, pero también el progresivo debilitamiento de las instituciones representativas a expensas de una lógica tecnocrática, siempre latente en los Estados, pero más presente en unos momentos históricos que otros. Consideran cada vez más críticos que numerosos gobiernos democráticos transitan peligrosamente hacia la post-política en la que el debate político se vuelve superfluo, pues ‘la’ ciencia –sea la médica, climática u otra– muestra un camino unívoco, forjado en torno a cifras que se tornan incuestionables y modelizaciones que se presentan como infalibles. Si en un momento dado, el llamado de Greta Thunberg a ‘seguir a la ciencia’ parecía pertinente y necesario, hoy conviene preguntarse si es deseable sustraer el debate científico, incluso en temas cuya premisa parece irrefutable como el cambio climático inducido por el ser humano, del debate político y dejar en manos de determinados expertos la toma de decisiones políticas que trastocan radicalmente a las sociedades. Pues, lo que hemos podido observar en los últimos años es que los Estados con el aval de la ciencia –en realidad, una parte de ella–, eludiendo cualquier debate político democrático y excusados en la emergencia, han exigido sacrificios formidables a la ciudadanía que son además presentados como inevitables. Nada impide que los Estados y los gobiernos sigan actuando del mismo modo frente al desafío climático y ecológico.

Fotografía de la obra ‘Leap of Faith’ de Erik Johansson tomada por la autora en la exposición Ideas come at night celebrada en el Instituto sueco de París en abril de 2022.

El científico social ambiental japonés Shinichiro Asayama, explica cómo, sin proponérselo necesariamente, el influyente trabajo del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC por sus siglas en inglés) ha contribuido a desarrollar “una mentalidad de la escasez”, sustentada sobre tres metáforas científicas –el umbral de temperatura, el presupuesto de carbono y la fecha límite climática–, que afecta directamente el modo en que los ciudadanos perciben el cambio climático y las instituciones actúan frente a él. Estas tres metáforas de carácter cuantitativo sugieren que el tiempo y el espacio antes del punto de no retorno, en el que los cambios meteorológicos destruyan de manera irreversible la vida tal y como la conocemos, son escasos. Mantiene Asayama que esta percepción de la situación lleva a una premura por gestionar los recursos de manera eficaz, la cual choca con la lentitud de los procesos democráticos, justificando a ojos de los ciudadanos el recurso de las administraciones a medidas de excepción. En estas condiciones, el debate político “se limita en gran medida al ámbito de los ajustes administrativos, como la elección de tecnologías y el momento de su implementación; dejando de lado las cuestiones normativas e ideológicas«. El discurso de la escasez tendría, asimismo, “implicaciones psicológicas profundas”, al forzar “un pensamiento de compensación”, una suerte de lógica de suma cero, esencialmente, “la elección entre dos futuros incompatibles: un mundo con restricciones de carbono o un mundo de desarrollo de combustibles fósiles”. “El problema de este encuadre de “o esto o lo otro””, argumenta Asayama, “es que elimina el espacio cognitivo capaz de imaginar caminos alternativos con más matices políticos”. De un modo similar, la fetichización de determinadas cifras y umbrales constriñe el análisis de la realidad a unos límites muy precisos, olvidando que las estimaciones científicas no son hechos consumados, sino escenarios de mayor o menor probabilidad, basados en la observación metódica de un fenómeno en el pasado.

Este creciente dogmatismo científico no sólo pone en peligro a la democracia, sino que daña el prestigio de la propia ciencia. Sostienen Sujatha Raman y Warren Pearce que el caso Climagate hace unos años “puso de relieve los límites de las normas establecidas en la vida pública de la ciencia”. Para quienes no lo recuerden, el caso consistió en la revelación de documentos de la Unidad de Investigación Climática de la Universidad de East Anglia que, presuntamente, demostraban cierta dosis de manipulación de en las cifras y gráficos sobre el incremento de las temperaturas en el globo. Raman y Pearce mantienen que el caso propició “un cambio en el conocimiento del cambio climático”, del “primero la ciencia” a un modelo más “cosmopolita” en el que la diversidad epistémica sustituye al consenso científico como la base sobre la que se asientan las políticas públicas, se admite la incertidumbre científica y, en lugar de una fe ciega en la ciencia, se espera del público que razone sobre los resultados científicos. Sería deseable que esta tendencia “cosmopolita” terminara de instaurarse para contrarrestar la inflexibilidad que observamos actualmente en los planteamientos científicos que trascienden a la sociedad y que, desde esta perspectiva, alimentan la emergente moral pública de la escasez y el sacrificio.

Recientemente, una amiga me contaba que las maestras de la clase de primaria de su hijo anunciaron que ya no se iban a celebrar los cumpleaños en el aula, tal y como se hacía antes, con el argumento de que quitan tiempo lectivo y contribuyen a generar desechos. La reacción de numerosos padres fue plantear que era importante para el bienestar y desarrollo emocional de los niños, especialmente después de estar privados por más de dos años de vida social, recuperar este tipo de rituales y sugirieron maneras ecológicas de continuar festejando los cumpleaños. Corresponde también a la ciudadanía resistir a la imposición de esta nueva lógica indiscriminada del sacrificio, proponiendo fórmulas que permitan cuidar genuinamente de nuestro planeta –o defendernos de una pandemia– sin renunciar a aquello que nos hace humanos.

Olivia Muñoz-Rojas

*Este artículo se publicó originalmente en la sección de Opinión de El País el 7 de octubre de 2022.

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Un pensamiento en “La era del sacrificio

  1. Nuevamente una valiosa pieza. No solo de gran agudeza intelectual sino de enorme valentía. Pocos se atreven a cuestionar el abuso que, desde el poder, se hace a veces de una parte de la actividad científica. Este es el tipo de debate que todos debemos sentirnos obligados a encarar, la actividad de los gobiernos debe seguir siendo examinada a detalle. En particular, los gobiernos deben responder por las consecuencias de las políticas aplicadas durante la pandemia y la sociedad debe permanecer vigilante para que los excesos cometidos no se vuelvan a repetir en el futuro. Muchas felicidades nuevamente por este excelente texto.

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